L.1131712A1.- ANSELMO MARCELO MARTINENA HERNÁNDEZ (1928-2010), nació en Tafalla, en las últimas horas del último día de 1928. Fue bautizado en la Iglesia de Santa María y se le impusieron los nombres de sus dos abuelos, aunque solo se le conocería por el de su abuelo materno: Anselmo. Dicen que nació con más de seis kilos de peso, lo que no sabemos si es fruto de la exageración o la definición de una macrosomía diabética.
Sus primeros años los vive en la ciudad de nacimiento, en la calle Mayor número 16, una vivienda propiedad de su abuela materna, Rufina, en cuyos brazos aparece en la foto de la derecha. En la foto izquierda, está en brazos de su madre.
Pocos recuerdos propios guarda de estos primeros años. Las visitas a la casa de sus primas maternas, próxima a la Iglesia de San Pedro, con las carreras y los juegos en aquel huerto que le parecía inmenso, y los paseos con los hijos de su tío Julio al que le gustaba hacer fotos. También recuerda la tienda de tejidos en la que trabajaba su padre, bajo los soportales de la plaza de Navarra y un poco más allá, una mágica tienda cuyos escaparates exponían a sus ojos infantiles juguetes cuyo deseo dejaron impronta. El bar de Atilano, familiar de su madre y el portón y la escaleras de su casa, forman parte también de esa neblina del recuerdo. Ya de adulto, muchos años más tarde, volvería a su Tafalla natal y no podía dejar de ver nuevamente la que fue su casa; no había cambiado demasiado; allí estaba la sólida puerta de madera y la escalera que ascendía hasta su piso, y los herrajes del balcón, en el que aún podía ver asomada a su madre. Todo seguía allí, pero más pequeño. Caprichos de la memoria para la que nunca abandonamos la infancia.
Por los motivos, no totalmente aclarados, que hemos expuesto en la página dedicada a su padre, la familia decide trasladarse a Zaragoza en torno a 1933. Allí se va a desarrollar el resto de la infancia y la adolescencia de Anselmo. Comienza sus estudios en el Colegio de los Escolapios y posteriormente continuará en un colegio particular. Sin embargo, cuando se escolarizó ya sabía leer y escribir. Su padre le había enseñado. De la etapa de los escolapios recordará especialmente al Padre Vicente Ovejas Pastor y sus enseñanzas.
Ya maduro rememoraba y narraba a sus hijos aquel día en que los padres escolapios los llevaron de excursión al campo y como el padre Vicente, aprovechando el coro que se formó espontáneamente en torno a él, pidió a uno de sus alumnos que desenraizara un pequeño proyecto de arbusto que apenas sobresalía de la tierra. El muchacho, complaciente, se puso manos a la obra y con poco esfuerzo lo consiguió. Tras ello, el padre le dijo a otro de los muchachos, algo más corpulento, que intentara lo propio con otro arbusto algo mayor. No sin esfuerzo y rompiendo a sudar, el alumno logró arrancarlo tras varios intentos infructuosos. Finalmente, el profesor llamó al que pasaba por ser el más fuerte y le pidió que probara con un árbol que a tenor de su aspecto llevaba varios años asentado. El chaval lo miró incrédulo, pero ante la insistencia de sacerdote agarró con todas su fuerzas el tronco e intento arrancarlo, evidentemente sin conseguirlo. El fracaso de este último le sirvió al maestro para su moraleja: «Igual ocurre con nuestros vicios, fáciles de erradicar al principio e imposibles de eliminar si se deja que echen raíces en nosotros«. A Anselmo aquel ejemplo y aquella frase se le quedaron marcadas para el resto de sus días.
En la capital maña pasa la guerra civil, pletórica de impresiones confusas, con un frente que estaba demasiado cerca. Los bombardeos, los inevitables traslados a los refugios, los rumores de la represión, los oficiales alemanes que se alojaban en el último piso de su colegio y les tiraban aquellas cajetillas de hojalata, vacías de cigarrillos, y algunas visitas de sus primos, voluntarios requetés, aderezado todo con una sensación de miedo indefinida pero real, palpable. Ayer se llevaron al del segundo, oía murmurar a sus mayores. Su padre duerme en el colegio de los escolapios para evitar que lo encuentren. Y sobre todos los sentimientos, el hambre, omnipresente, aunque mitigada por aquellos paquetes que llegaban de Tafalla, enviados por sus tías maternas. Mientras, en el colegio le imbuían con letrillas pegadizas la ideología de los vencedores: «Carlos V, Carlos V, / emperador español, / en el alcázar de Toledo, / no entraron los rojos, no / Milicianos a millares / Madrid contra ti mandó / Cuatrocientos hombres los frenaron / son castellanos de pro«
Pero el destino le guarda aun una carta más aciaga. En pleno verano del 38, a la vuelta de unos días en Navarra, su madre fallece en una agonía dolorosa. Presumiendo la proximidad del final, Concha quiere hablar con su hijo mayor y en una exhortación dramática le pide que cuide de su hermano, una petición que Anselmo tendrá presente siempre. En plena guerra civil, muere Concepción entre gritos meníngeos. Su hijo Anselmo aun no lo sabe. Su tío Julio viene desde Tafalla y se lo lleva con él. Cuando salen de la casa, Anselmo ve que la peluquería de su tío Teodoro, sita en la misma calle, está cerrada y tiene un cartel: «Cerrada por defunción». Se extraña pero no llega a adivinar el sentido de aquel anuncio. Días más tarde se enterará de la muerte de su madre, durante su estancia en la ciudad navarra, por un desliz de su primo Carmelo.
La cotidianidad de nuestra infancia y primera juventud se va diluyendo en el incesante paso de los días y de aquellos tiempos pretéritos solo nos quedan algunas anécdotas que, a base de ser contadas, consiguieron romper la barrera del olvido y unas cuantas imágenes que, borrosas y deformes como el reflejo de los antiguos espejos del callejón del Gato, tienen difícil traducción en palabras. Anselmo también tiene las suyas, y en ratos de extraña intimidad las cuenta a los más próximos: Cuando era niño me gustaba mucho el agua y con otros chavales del barrio íbamos a bañarnos al Ebro, al aserradero que había entre el puente de piedra y el puente del tren, en el Arrabal. Nosotros no podíamos ir al Club Natación Helios, una sociedad deportiva en la margen izquierda y que tenía piscina, pero las almadías del aserradero llegaban a una parte del río con menor corriente y entre ellas se formaban auténticas piscinas, o al menos así nos parecía a nosotros, que las aprovechábamos para tirarnos al agua como si estuviéramos en una de ellas.
Pero lo cierto es que era bastante peligroso. Las aguas ya no son lo que eran pero tampoco es que por aquellos años fueran transparentes. En más de una ocasión, al tirarnos de cabeza perdíamos la orientación y emergíamos fuera del pozo de aquella imaginaria cubeta, debajo de alguna de las balsas que la limitaban. A mí me pasó una vez y aun recuerdo como temblando pude colocar la boca y la nariz entre dos troncos y así poder continuar respirando y pedir a mis amigos que me ayudaran dirigiéndome hacia la superficie libre.¡Que miedo pase!. O aquella otra ocasión en que, instigados por la necesidad, decidieron ir a la huerta del supuesto tío de uno de ellos que tenía frutales en las tierras que se extendían más allá del puente de ferrocarril, cerca de las tejerías. Anselmo no entendía la necesidad de recoger la fruta una vez hubiera anochecido, o si la suponía el hambre avivaba la credulidad, hasta que la reacción del supuesto tío al sorprenderles, con aquellos tiros de sal que tanto escocieron sus posaderas aliviadas más tarde en el río, le devolvió a la cruda realidad.
En materia de religión, su padre agnóstico convencido le obligaba a ir a misa los domingos y fiestas de guardar. Iba a la Iglesia de San Pablo en su misma calle. A la vuelta Esteban casi siempre le preguntaba por el color de la estola del sacerdote, lo que indicaba que conocía bien los tiempos litúrgicos y se fiaba poco de la capacidad de su hijo para superar la tentación de vivir un edificante paseo frente a las consabidas homilías. En ocasiones y intuyendo que sus pesquisas pudieran ser insuficientes, le demandaba por el contenido de las lecturas de ese domingo. Quizá en aquellos tiempos otros posicionamiento no hubieran sido factibles pero, ironías de la vida, Anselmo en su madurez compartía, y a veces superaba, el ideario religioso de su padre y asumiendo las mismas contradicciones que su predecesor, obligaba a su primogénito a cumplir con el precepto de la Eucaristía. También le inquiría por la indumentaria del oficiante y el contenido de las lecturas.
Como puede comprobarse en la foto del margen derecho hace la Primera Comunión.
Le gustaba leer novelillas de la colección «Hombres audaces» que cambiaba en librerías y kioscos de segunda mano. Allí conoció las aventuras de Pete Rice, personaje de western creado por Austin Gridley, que hizo maravillarse a todos sus jóvenes, y no tanto, lectores. El bueno de Pete, acompañado por sus dos colegas: el enorme Teeny Butler y el canijo Hicks «Miserias», resolvía entuertos en el lejano oeste, entreteniendo como pocos. Y no se olvida de las aventuras aéreas, donde intrépidos pilotos desafiaban a la muerte en sus veloces e inestables aparatos. Así conoció a Bill Barnes, o a La Sombra o a Doc Savage. Las aventuras de Barnes fueron escritas por George L. Eaton, seudónimo usado por el Mayor Malcolm Wheeler-Nicholson. Pero también disfrutaba con clásicos juveniles como las aventuras de Sandokán de Emilio Salgari.
Abandonó pronto los estudios, a los 14 años y eso a pesar de que durante algún tiempo colaboró en la enseñanza de las matemáticas en una academia privada. Quería empezar a trabajar y ganar algo de dinero, nada extraño en la España de los 40. Empezó en la camisería en la que trabajaba su padre, frente a la Audiencia, pero algún malentendido con los cambios le invitó a cambiar drásticamente de actividad, comenzando un pequeño peregrinar por distintos puestos. La pastelería Claveleria y aquellas mangas de nata y crema de la que en alguna ocasión realizó cata, o algunos años como oficinista en la Delegación de Hacienda, aprovechando que siempre se le dio bien la aritmética, fueron parte de esos trabajos.
Por aquel entonces comenzó a salir con Isabel Ubez, que vivía en la calle Belchite número 30. Era su primera relación más o menos seria con solo 16 años. Se prometían amor eterno en la eternidad de sus paseos por el parque del Cabezo y sabían a ciencia cierta que nada ni nadie lograría jamás separarlos, y así fue, en los dos años que duró la relación. Con ella conoció en carne propia la estricta moral pública que imperaba en España y algún domingo sufrió el castigo de barrer el parque por cometer el atrevimiento de ser «novio bufanda», ingenuidad de llevar a la chica bajo el brazo.
Desde la muerte de su madre las cosas en casa iban a peor. Ya no llegaban los refuerzos del campo tafallica, vivían buena parte del tiempo en casa de su tía Mercedes, y la penuria se palpaba en todos los rincones. La relación con su padre era la propia de aquellos tiempos, casi victoriana. En cierta ocasión, de nuevo con sus compañeros de la calle San Pablo, decidieron aventurarse a robar patatas en un campo que alguno de ellos conocía. Esta vez la expedición fue todo un éxito y no hubo que refrescarse el trasero para continuar. De alguna forma orgulloso, subió las escaleras portando un buen saco de patatas requisadas por su juventud y certero de que mejorarían las escasas viandas de las que se componían las cenas. Temeroso pero a la vez ufano de su hazaña mostró a su padre el fruto de su correría. Esteban lo miró fijamente a los ojos y le preguntó su procedencia. No había escapatoria, era preciso decir la verdad. Conocida esta su padre le obligó a devolverlas. Por contraposición, Anselmo recuerda con alegre nostalgia aquella vez que su padre se digno acercarse al bar cuyo propietario era el padre de uno de sus amigos, y tomar unos vinos confraternizado con los asiduos parroquianos del lugar.
Contamos estas anécdotas en la creencia de que ayudaran a configurar el perfil de nuestro joven Anselmo. Inquieto y profundamente insatisfecho del futuro que podía esperar si se quedaba en aquel sitio. Soñaba con escapar no sabía muy bien a dónde, ni cómo.
Finalizada la guerra con la derrota del Gobierno legal, en las grandes ciudades de España no eran infrecuentes manifestaciones de exaltación de bando ganador, cuyos integrantes se paseaban insolentes y altivos pos sus calles convencidos del derecho que la victoria les otorgaba. Si algún cuerpo destacaba en estos comportamientos este fue el de la Legión, cuyas acciones fueron llevadas al grado de leyenda por la propaganda del régimen y sus integrantes engrosaron una buena parte del nuevo Olimpo mitológico de los rebeldes. Nada se conocía, ni se quería conocer, de las atrocidades perpetradas por aquellos hombres sin futuro sometidos a una disciplina sin lógica. Para un adolescente inquieto, aquellos hombres que desfilaban alimentaban la imaginación de un paraíso de aventuras y héroes como los que forjaban el argumento de sus novelas preferidas.
Había tomado una decisión: alistarse en la Legión extranjera. Era Abril de 1947. Tenía 18 años. A su más allegados nos contaba una historia sobre su alistamiento con pocos visos de realidad, pero con la que nos comunicaba la opinión que a su padre le merecía tal idea. No podía alistarse sin el consentimiento de su padre. Anselmo sabía que nunca se lo daría y elaboró toda una estrategia. Así nos la narraba: Yo sabía que mi padre no me permitiría ir a La Legión. Así que me acerqué al Banderín de Enganche de Zaragoza y pude comprobar que el que llevaba el negociado de alistamientos era un hombre mayor y con grandes gafas. Pedí un boletín para alistarme y el buen hombre lo rellenó con los datos que yo le proporcionaba. Al llegar al epígrafe del Cuerpo, yo le dije que «La Aviación», y así lo transcribió. Cuando se lo presenté a mi padre para que lo firmara puso muchas pegas pero creo que entendió que podía ser una salida para mí, y La Aviación era bastante más respetable, a su entender. Con el boletín firmado, me fuí de nuevo al Banderín y se lo entregué al funcionario, no sin antes comentarle que había cometido un error y que en el Cuerpo debía decir «La Legión» y no «La Aviación». Con cierto gesto de incredulidad el buen hombre rectificó y puso «La Legión» y así me aliste.
Aunque «La Legión» se crea, por Real Decreto, el 28 de enero de 1920 se considera que el 20 de septiembre de 1920 es la fecha de nacimiento ya que fue ese preciso día cuando se alistó el primer legionario. Durante la guerra civil La Legión alcanza el máximo de sus efectivos con 18 Banderas (unidad tipo Batallón). Finalizada la misma, La Legión retorna a África y queda organizada en tres Tercios: el 1º en Tauima, el 2º en Riffien y el 3º en Larache. En 1943 se les asigna los nombres de “GRAN CAPITÁN”, “DUQUE DE ALBA” Y ”DON JUAN DE AUSTRIA” respectivamente. El 1º Tercio estaba compuesto por cinco Banderas y el 2º y 3º por tres. En 1947, cuando Anselmo se alista, la estructura orgánica se unifica a tres Banderas por Tercio.
A pesar de la oposición familiar, Mercedes consigue una carta de recomendación para su sobrino. La realiza el comandante Manuel Villanueva para su homólogo en La Legión, el comandante Rojo. El día 5 de mayo de 1947, en el Banderín de Enganche de Madrid, sito en el barrio de Vallecas, Anselmo ingresa en la Legión, concretamente en el Tercio Gran Capitán. Su hoja de servicios dice al respecto que «... previa declaración de utilidad en el reconocimiento definitivo sufrido a su incorporación, fue dado de alta.«. A tenor de la descripción que él hacia posteriormente consideramos que la elección de verbo sufrir es la más adecuada. «Pelada al cero, mal rancho y peor alojamiento, y a esperar hasta que se formara la siguiente expedición«. La Representación era una especie de cuartel que no reunía las condiciones para alojar tropa. Dos barracones y un terreno intermedio de tierra apisonada útil para iniciar la instrucción. Por equipamiento un mono verde, sin cintillo, un gorrillo sin barbuquejo, una alpargatas blanca y una manta. Se dormía sobre la manta, en el suelo, en el barracón que te asignaran. Por la mañana dos rancheros sacaban una gran perola al patio, llena de café malta aguado pero caliente. Ocasionalmente se acompañaba de un saco de chuscos siempre insuficientes para todos. Por eso la gente se apresuraba a formar rápido en fila de a uno equipados con el cacharillo de lata que se les daba. Se desayunaban sobre el suelo en grupos espontáneos por afinidad. Comida y cena, un chusco con tocino blanco o chorizo y una taza de café. Afortunadamente fueron pocos días. En ellos aprovecha para visitar a a su prima Amparo Martinena Muro y a su marido Julián González que vivían en Madrid.
Finalmente lo envían al Tercio junto con dos cabos reenganchados, el 11 de Mayo, en el tren que hace el trayecto Madrid-Málaga y que tarda casi 48 horas en cubrirlo, pero mejor así que con todo un reemplazo. Poco antes le había dado un uniforme reglamentario de recluta reglamentario. En nuestra vida, a lo largo de los años, vamos acuñando algunas frases que por su concreción y realismo se convierten en pequeños lemas de la misma. Anselmo tenía varias, pero una de las más célebres creemos que se origina en ese viaje a Málaga. «Dieciocho años, tres pesetas en los bolsillos y el pantalón roto«, así describía posteriormente la situación con la que llega al Tercio.
De Málaga a Melilla en barco en una travesía interminable sobre un carguero transformado para el transporte de pasajeros y del que decían que era muy «marinero», es decir, que se movía al antojo de la olas. Esa fue su primera impresión del mar. El mar que lo acompañaría, omnipresente, a lo largo de los próximos 40 años.
Difíciles de transcribir el cúmulo de sensaciones que se tuvieron que producir en aquel joven de 18 años al llegar al puerto de Melilla. La llegada del barco concitaba a mucha gente en el muelle. Mucha gente de muy variada condición e indumentaria, lo que le otorgaba cierto grado de exotismo. Legionarios, Regulares, Cazadores de África, judíos vestidos a su antigua usanza, y muchos moros con sus típicas chilabas y algunos paisanos. Daba la sensación de llegar a un país completamente distinto al nuestro. Todo nuevo e inimaginable previamente. De Melilla a Tauima por vía terrestre. El célebre acuartelamiento de La Legión sede del primer Tercio se situaba a 10 kilómetros de Melilla hacia el sur.
Tauima había sido reconquista a los rifeños en 1921 por el Comandante Franco y sus legionarios. Sobre los restos edificaron un acuartelamiento impresionante por su extensión, complejidad y belleza. Una amplia explanada central caracterizada por tener en medio una loma rocosa y que actuaba como patio de armas, sirviendo de distribuidor para el resto de edificios: barracones que alojaban a unos 3.000 soldados, cantina, residencia de oficiales, edificio de escuelas y academias…
Su coronel era Serrano Montaner, el coronel que más tiempo ha estado en ese puesto, más de 9 años; célebre porque instauró la ceremonia de los Sábados Legionarios y por acabar con aquella loma rocosa a fuerza de constancia y sacrificio de sus legionarios.
El 1 de Julio de 1948 marcha con su sección a las Islas Chafarinas en servicio de destacamento, guarnición, seguridad y vigilancia de dichas islas. El embarque se produce en Melilla, desde donde zarpaba un único barco a la semana. Tras la travesía llega a la isla de Isabel II y por delante tiene 4 semanas de soledad y tedio. De aquella situación le queda la experiencia de pescar con arma de fuego. Parece ser que la abrupta costa era muy rica en cuanto a la fauna piscícola y era suficiente dispara a una roca próxima al mar para que por efecto de sonido del disparo aparecieran flotando unos cuantos peces que eran aprovechados para suplementar el rancho, no siempre apetitoso.